André Clucksmann
Los grandes acontecimientos
avanzan con pies de paloma, señalaba Nietzsche.
¿Por qué son tan silenciosos, si no es porque atacan nuestros prejuicios y
denuncian nuestras miopías? Así ha sucedido con las elecciones rusas de este 4 de diciembre de 2011. La bofetada
magistral que infligen al partido presidencial da inicio al declive de una
apariencia ("imitación", dicen los disidentes) de democracia y
al fracaso de las ilusiones que ha alimentado.
El partido de Putin se ha visto degradado como el de "ladrones y
tramposos". La corrupción reina.
Y, sin embargo, el año debía
de terminar en apoteosis para el número uno de Rusia. Su estrella brillaba en
lo más alto. Había conseguido los
Juegos Olímpicos, la Copa del Mundo de fútbol, estrellas hollywoodienses y
francesas debidamente remuneradas corrían a celebrar su cumpleaños, el mundo de
las lentejuelas y de los poderosos sonreía al petrozar. La apertura otoñal del gasoducto del Báltico
con dirección a Alemania coronaba su control casi absoluto de los recursos
energéticos de la Unión Europea. Merkel, Fillon y Medvédev habían saludado
juntos ese dominio; un eje Moscú-Berlín-París (en ese orden de prelación), como
subraya Immanuel Wallenstein, profesor de geopolítica en Yale.
Golpe doble: Putin se designaba "candidato" elegido de oficio a
las presidenciales de 2012, con la perspectiva asegurada de conservar el
Kremlin hasta 2024 y de alcanzar un récord de longevidad soviética. Golpe triple: el Premio Confucio. Este
contra-premio Nobel de la Paz madurado por la China comunista para fastidiar a
Liu Xiabo (laureado con el verdadero Premio Nobel, que sigue
encarcelado), ha sido concedido este año al amigo ruso. Los
"considerandos" le consagran (sic) héroe de la resistencia a las intervenciones occidentales en Libia,
campeón del veto a toda sanción de la ONU a su cómplice de asesinatos en masa,
Assad el sirio, last but not least: modelo de la lucha
"antiterrorista", versión poscomunista, es decir, más de 200.000
chechenos muertos sobre una población de menos de un millón de habitantes...
Incontestado en Europa, autócrata
permanente en Moscú, matarife en el Cáucaso, compadre planetario (con los
chinos) de todos los déspotas de turno, desde Irán a Corea del Norte, Vladímir
Vladimirovich leía su porvenir de color rosa.
Antes del desafío de las elecciones del 4 de diciembre, el proyecto
"eurasiático" del Kremlin parecía un vencedor infalible. Contra la
Alianza atlántica, designada siempre enemigo número uno de la sacrosanta
Rusia, contra la "ilusión" de los derechos del hombre, el nuevo bloque Confucio Pekín-Moscú se mostraba estable y
seguro de sí. El Kremlin erizaba
de misiles sus fronteras con Europa, hacía crujir a sus inmediatos vecinos,enterraba la democracia en Ucrania y ocupaba
el 20% de Georgia... Ante la
crisis económico-política que asuela el Occidente democrático, he ahí un
modelo apto para seducir a los
poderosos y a los hombres de orden de los cinco continentes. El axioma de los
antiguos miembros del KGB (Gestapo soviética) parecía verificarse: el fin del imperio soviético -Putin dice
"la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX"- no era el fin de la
historia, sino un accidente reversible. El "poder vertical" a la rusa
y el "despotismo ilustrado" de tipo chino prometían triunfar sobre el
desbarajuste democrático. Tras las huellas de la gran crisis de 1929, unas dictaduras policiales y arrogantes, a la vez
rivales y aliadas, decidieron las desgracias del mundo. ¿Bis repetitat?
Al oeste, entre nosotros, gran cantidad de expertos y de responsables
se engañan acerca de la solidaridad, del poderío, incluso de la sabiduría de
los autócratas postsoviéticos y posmaoístas. ¿No iríamos a esperar que
salvasen al euro gratuitamente y con toda benevolencia? ¡Venga ya!
El pánico inicial suscitado por las revueltas de la primavera árabe
indica hasta qué punto los potentados "eurasiáticos" están menos
seguros que nosotros de la perennidad de su poder. En la red
china toda evocación del jazmín está tachada. ¿Por qué? Túnez no es Pekín, ni
la pequeñez tunecina es comparable con la inmensidad china. El mismo desconcierto que en Moscú, donde la menor contestación -Putin silbado por la multitud en un ring- evoca el Apocalipsis, y acarrea el redoblamiento inmediato de la censura.
A pesar del bloqueo de las redes sociales, de la interferencia de los
blogs, de los ataques de los hackers a las páginas independientes, a pesar
de los telediarios unívocos, a pesar del insolente relleno de las urnas, de la
falsificación de los recuentos electorales, de las intimidaciones a todos los
niveles, a pesar de la orden dada a los gobernadores de obtener, cueste lo que
cueste, un 65% de votos "correctos", el partido oficial Rusia Unida
se ha visto degradado como "partido de los ladrones y los tramposos".
Los rusos no sabrían significar mejor que su Estado carece de
crédito (tramposos) y de ley (ladrones). Lo saben, lo viven. ¿Quién se puede
creer que el 98% de los chechenos hayan
votado libremente por sus asesinos?
La corrupción reina como dueña y señora, desde lo más alto a lo
más bajo, y relega a la gran Rusia al
rango de Somalia, tras Zimbabue, en la escala publicada por Transparency
International. En 2011, el dinero de la corrupción se evalúa en 300.000 millones de dólares (30.000 millones
los años precedentes): los bolsillos de los que lucen galones son
insaciables. Diez años de Putin, 10
años de predadores serviles, han confirmado el diagnóstico de Mijaíl
Jodorkovski, antiguo oligarca y hoy prisionero político ad infinitum por
haber descubierto que el zar estaba desnudo, incapaz y podrido. ¿Qué
dice? Que la corrupción universalizada
es un peligro peor que el nuclear.
El enorme maná de gas y petróleo no ha traído consigo la reindustrialización de Rusia. Una vez enjugado con tacañería el consumo de las clases medias, las inmensas fortunas se invierten fuera de las fronteras. Todo pasa como si el 50% de la población se compusiera de bocas inútiles, destinadas al malestar y a la miseria, condenadas a padecer la embriaguez, la prostitución y las enfermedades, con la tuberculosis y el sida a la cabeza, y no atendidas por falta de medios.
El enorme maná de gas y petróleo no ha traído consigo la reindustrialización de Rusia. Una vez enjugado con tacañería el consumo de las clases medias, las inmensas fortunas se invierten fuera de las fronteras. Todo pasa como si el 50% de la población se compusiera de bocas inútiles, destinadas al malestar y a la miseria, condenadas a padecer la embriaguez, la prostitución y las enfermedades, con la tuberculosis y el sida a la cabeza, y no atendidas por falta de medios.
¿Adónde va a parar el fabuloso tesoro no invertido en Rusia? Viene
donde nosotros. A manos de los déspotas
y de los oligarcas a su servicio: todo un formidable poder nocivo. La corrupción se nos revela como una
enfermedad contagiosa y el putinismo
como una viruela sin fronteras... Atrevámonos a mirar a la cara al mal ruso, en ello está en juego
nuestro futuro. Sin libertad de examen
ni de crítica, sin poder de información y de expresión que escapen a la
autoridad de las autoridades no hay límites al poder de destrucción de la
corrupción posmoderna. La cuestión del siglo XX fue: totalitarismo o democracia. La
cuestión de hoy es: democracia o
corrupción. Los rusos empiezan a plantearla. Y a nosotros nos
corresponde escucharles.
Colaboração: Rivadávia Rosa
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